por Aranxa Vicens
Foto: Nuria López Torres
Descripción foto: Kazandra (muxe) en casa de su madre, junto a un altar con sus familiares difuntos.
“En el proceso colonial, tal como han explicado María Lugones y Oyèrónké Oyèwùmi, las personas colonas blancas inventaron el binarismo sexual y de género en las poblaciones negras e indígenas de África y Abya Yala. Esa invención de los hombres y las mujeres no blancas sigue situándonos debajo de la línea del ser: el espacio de la no-humanidad. Por tanto, dichos cuerpos debemos ser adoctrinados a la norma hetero-cis-blanca-occidental. La integración es así una herramienta macabra que afecta tanto a las subjetividades euroblancas -validando su lugar de poder- como a las racializadas -en tanto forzadas a ser integradas a un sistema que nunca les reconocerá como iguales-. El paso básico para deconstruir este proceso jerárquico es asumir los lugares de poder blanco y buscar estrategias para redistribuir y reparar ese proceso histórico que sigue vivo, a través de la restauración material y legal, además de la autosanación y autopreservación colectiva”.
Colectivo Ayllu (2020)
Al leer “¿no soy yo una mujer?” en la convocatoria de este número, lo más predecible sería revisitar el discurso de Sojourner Truth que en 1852 ya exponía el racismo que hay dentro de los espacios de mujeres con dinámicas coloniales, donde las voces negras eran calladas, menospreciadas, y la liberación de la mujer blanca era el objetivo final sin importar que fuera a costa de la perpetuación y reproducción de las propias dinámicas esclavistas y opresoras que ellas querían romper. Porque sus “machos” eran las mujeres blancas.
Podría partir de ese punto para hablar de la deshumanización del otro, de la bestialidad de la otredad, pero para hablar de ¿quién puede ser una mujer?, y ¿qué es ser una mujer?, debemos volver atrás, a 1492, al genocidio de nuestros territorios, nuestra cultura, nuestra sexualidad y nuestros saberes.
Abya Yala era una región rica en identidades no binarias hasta la aparición de los europeos, que, con su moral cristiana, reprimieron toda expresión no acorde con los estándares de la época. Un ejemplo de esto sería Xochiquétzal, una de las deidades aztecas de la fertilidad, que pese a ser considerada por algunos historiadores como una diosa claramente femenina, ha sido representada en numerosas ocasiones con una clara ambigüedad de género, patente a través de su culto. Es importante enfatizar que en nuestros territorios los géneros eran entendidos como una diversidad complementaria, donde cada uno era importante de forma igualitaria, sin que existiera entre ellos una jerarquía como en la estructura que fue impuesta por el colonizador.
En muchas ocasiones la fragilidad blanca cuestiona por qué desde el antirracismo y los movimientos decoloniales hablamos de un suceso tan antiguo (que según elles “debemos superar”) para restarle legitimidad a nuestros saberes y cosmovisiones. Este genocidio es fundamental porque introduce a nivel global nuevas formas de clasificación y categorización bajo las lógicas coloniales, pues así se comenzaron a establecer binarismos: civilizado/salvaje, naturaleza/cultura, humano/no humano, normal/anormal, indio, negro, mestizo/blanco, esclavo/amo y por supuesto, hombre/mujer. Las relaciones de poder y opresión venían incluidas en las nuevas etiquetas y los territorios colonizados, sin excepción, estarán siempre desde la mirada blanca (1) en una situación de inferioridad. A esto le llamamos colonialidad, hija del colonialismo.
Por otra parte, no debemos olvidar que aun en siglo XIX las personas negras no eran vidas humanas; las mujeres eran hembras, los hombres eran machos, y su reproducción era forzada para mantener la fuerza de trabajo. Las mujeres negras eran deshumanizadas, por lo tanto cualquiera podía usarlas; su feminidad, al considerarse anormal y monstruosa, no era leída como la feminidad normativa. Esto sucedía también con la masculinidad negra, que por su bestialidad eran comparados con la fuerza de los animales, asegurando que soportaban trabajos que iban más allá de la capacidad humana. Mientras que los géneros disidentes vivían ocultos por miedo a la muerte y a las represalias. Esas categorías binarias occidentales son usadas por el sistema colonial a su conveniencia, tanto para mantener en los márgenes a la otredad, como para perpetuar la esclavitud hasta día de hoy con trabajos inhumanos en plena modernidad, lo que se conoce como neo-esclavitud, la misma que confirma que la Línea de lo humano/Línea abismal (2011) de Fanon y de Sousa Santos sigue atravesándonos.
Es por esto que no podemos hablar de superación, pues las mismas lógicas impuestas hace más de 500 años siguen presentes. La colonización también ha sido un proceso violento de heterosexualización, la expansión de las nociones occidentales de feminidad y de masculinidad se han interiorizado de tal manera que la otredad encarna desde su mirada hegemónica la monstruosidad, lo no humano. Esto lo vemos en movimientos supremacistas que se disfrazan de feminismo, como las mujeres tránsfobas que forman parte de un culto que gira en torno a la vulva y al “ser mujer”, y no, no estamos retrocediendo a La mística de la feminidad (1963), estamos hablando de la actualidad, donde colectivos anti-derechos y supremacistas pueden ocultarse (y nadie hace nada) bajo el manto de una supuesta lucha social. Como dicen en el podcast Morras vs fundamentalismos, “podríamos jugar a adivinar quién dijo esta frase, ¿una feminista radical o un provida?”.
Hay una lógica que se repite constantemente desde los movimientos supremacistas sobre la distribución de los derechos, que defiende que entre más derechos tengan unos, menos tendrán los otros, como si estos fueran una tarta con porciones limitadas. A esto le llamamos la falacia del pastel y fortalece la problemática de la falta de especificidad en la redacción de las leyes, donde al quedar vacíos legales las personas de colectivos minoritarios quedan aún más desprotegidas. Esta falta de interseccionalidad y este sesgo lógico ha movilizado a mujeres anti-derechos para ir en contra de la ley trans, que tiene muchísimas críticas (entre ellas que no ampara a personas no binarias, ni a personas en situación administrativa irregular), pero que no tiene un daño real para ellas, más allá de su imaginario y su rechazo provocado por el exterior constitutivo colonial.
Desde siempre hemos sido lo que da nombre a lo otro con el fin de definirse mejor a sí mismes, es decir, sus exteriores constitutivos. Así una mujer con pene marca lo opuesto a una “verdadera mujer”, como fue la sodomía (en su significado connotativo y colonial: poligamia, personas de género indefinido, antropofagia) que definió la heterosexualidad y lo normativo. Así los cuerpos sodomitas fueron ilustrados en sus acciones cotidianas por Theodor de Bry para crear un catálogo de lo domable, inferior, monstruoso y salvaje, mismas imágenes que ocupan espacio en los libros de historia en todo el mundo. A costa de nuestra deshumanización, muchas personas blancas no se perciben a sí mismas como blancas, sino como personas. Nosotres somos “El Bestiario” como diría Fanon.
Es importante aclarar que lo queer-blanco europeo tampoco escapa de la blanquitud (2). Lo normativo sigue siendo lo blanco y todo lo que queda en la otredad entra en la dimensión del deseo como algo exótico o raro. Los cuerpos negros y racializados trans son presas de fetichización y a pesar de siempre haber habitado los límites en cuanto a universalidad, ahora se enfrentan a la imposición de una queer-normatividad donde todas las corporalidades trans deben ser laicas, no musulmanas, no creyentes en ancestros, ni espiritualidades, no migrantes, no negres, no refugiades. Por eso es importante recordar que lo queer no te quita lo racista, ni te exime de la deconstrucción.
Con la ancestralidad y los saberes que no lograron extinguir, las corporalidades trans negras y racializadas se construyen como “afectividades no binarias, no dimórficas, cuerpxs imaginados que nunca leyeron a Judith Butler y al canon blanco-hegemónico queer, pero quizás bailaron vogue con lxs negrxs de París is Burning y dialogaron con deidades incaicas que inspiraron a Giuseppe Campuzano y su Museo Travesti del Perú” (3).
Por todo esto, cuando hablamos de transfobia también hablamos de racismo y como el racismo no es un ente, sino una manifestación presente en nuestras relaciones interpersonales y en todos los vínculos que mantenemos, tanto en la esfera pública como privada, la corrección de estos comportamientos no debe ni puede caer en los hombros de las personas trans, no binarias, migras, negras o racializadas. No se debe exigir a las personas agredidas que eduquen a sus agresores, no les debemos nada. Hacer alianzas y tejer redes, la sororidad y la interseccionalidad son conceptos vacíos de contenido cuando se pretenden formar desde espacios o convicciones violentas hacia nosotres, la deconstrucción es una responsabilidad. Pueden apoyar a muches de nosostres que trabajamos dando pedagogía o pueden iniciar un camino permanente de aprendizaje de voces y pensamientos decoloniales por su cuenta, pero no esperen a que una persona manifieste violencia para dar el primer paso.
Notas:
(1) Blanco no es un color. El blanco es una definición política, que representa los privilegios históricos, políticos y sociales de un determinado grupo que tiene acceso a las estructuras e instituciones dominantes de la sociedad. La blancura representa la realidad y la historia de un determinado grupo. Cuando hablamos de lo que significa ser blanco, hablamos de política y ciertamente no de biología. Al igual que el término negro es una identidad política, que se refiere a una historicidad, a realidades políticas y sociales y no a la biología. (Traducción de Iki Yos Piña en “No existe sexo sin racialización”.)
(2) Definimos Blanquitud como todo lo relativo a la “Raza Blanca”, construcción generada en términos históricos, sociales, políticos y culturales, y que, por tanto, no responde a causas biológicas o naturales. Su naturalización, en cuanto identidad neutra y normativa, ha contribuido a perpetuar el privilegio Blanco desde una presunción de universalidad, entendiendo como Otrxs a todxs aquellxs que no se integran dentro del estándar euroblanco. Se entiende, por tanto, que lxs no-Blancxs poseen Raza, así como una serie de especificidades inferiorizantes que de ella se derivan, mientras lxs Blancxs son simplemente personas (Dyer, 1997: 1).
(3)Iki Yos Piña en No soy queer, soy negrx (2017, p.40).
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Aranxa Vicens.
Migrante e activista decolonial. Loitando no cotián con e polas ferramentas antirracistas que emancipan e revolucionan a nosa existencia. Son Resistencia.
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