por Andrea Acosta Landín

Este texto recoge la propuesta de configurar relaciones de parentesco intergeneracionales acudiendo a la idea de afinidad como alternativa a los modelos occidentales de familia.

Ayer estuve en casa de mi amiga Emilia, iban a ser unos minutos, solo para recoger la carta que me había escrito. Cruzando el umbral de la puerta esos minutos se estiraron en horas, el embrujo del tiempo preñado de Aión (1) replegó sobre nosotras una tarde entera rompiendo la cronología domesticada y abriendo paso a un horizonte de posibilidades para entrecruzar acciones conjuntas. 

Emilia me llevaba de prisa por los pasillos de su casa, consciente de la caducidad de esa tarde y movilizada por el deseo ávido de hacerme accesible la virtualidad de ese lugar. En las paredes fotos de sus nietos, de hermanos fallecidos, alguna reliquia de su cosecha artesanal: instrumentos de calabaza y bastones de bambú; habitaciones deshabitadas reconvertidas en taller de manualidades-costura-carpintería. Emilia canturreaba “Aceituneros”, hablaba de su cuerpo vulnerable y de una vida precaria de compañía, yo farfullaba atropelladamente sobre sexualidades multiplicadas. Dos mapas de signos diferentes que acercaban sus coyunturas en un interés genuino por acompañarnos y construir formas de vida conjuntas.(2)

Precisamente en la idea de construir formas de vida conjuntas, en generar coaliciones conscientes de afinidad política, es donde radica la posibilidad de una reivindicación intergeneracional dentro del feminismo que pueda apelar a las mujeres y subjetividades disidentes que habitan la vejez como agentes activos dentro del movimiento. Como expone Beauvoir: “Cuando se ha comprendido lo que es la condición de los viejos no es posible conformarse con reclamar una política de la vejez más generosa, un aumento de las pensiones, alojamientos sanos, ocios organizados. Todo el sistema es lo que está en juego y la reivindicación no puede sino ser radical: cambiar la vida” (Beauvoir 642).

Una de las posibles rutas en ese horizonte de “cambiar la vida” se concreta en una revisión de las políticas de cuidados, una iniciativa por establecer afinidades y “parentescos raros” (Haraway 2019) que puedan fugar los modelos de retribución de cuidados que se generan desde la idea de familia, y desde los que podamos responsabilizarnos en aprender a cuidar y acompañar a los cuerpos precarios y vulnerables con los que cohabitamos (como son los cuerpos envejecidos). Los distintos trabajos de cuidado han sido históricamente espacios feminizados y concretamente en el seno de la cultura occidental ligados a las implicaciones de la familia. En dichos espacios de cuidados, en muchas ocasiones, opera una lógica que futuriza esas labores proyectando su retribución una vez llegada la vejez. Es como si en la vejez se esperara una vuelta de los cuidados familiares, una actividad que recae normativamente en las figuras feminizadas de las familias, si es que la exigente demanda temporal de la productividad capitalista y colonial no hace que esos cuidados queden a cargo de mujeres migrantes.

La cuestión aquí planteada no se orienta tanto a reivindicar una desgenerización de dicho espacio, que constituye también un ejercicio político importante, sino a un cuestionamiento acerca de cómo la organización de los cuidados en la vulnerabilidad de la vejez se pone, en la generalidad, al servicio de la estructura occidental de familia.

Frente a esta manera en la que normativamente se articula la vida, nos interrogamos acerca de cómo generar parentescos políticos basados en la afinidad, entendiendo esta como una relación, no por lazos filiales, sino por elección (Haraway 1995 263). Los cuerpos envejecidos habitan los contornos de la inaccesibilidad al mundo social, por ello, el proyecto en el seno del feminismo de tejer redes de cuidado y acompañamiento intergeneracionales que trasgredan los modelos de familia puede ser visto a su vez como una suerte de “erotización” de las relaciones: desear estar junto al otro, no únicamente por sentimientos de filiación, sino por el placer de conocer y compartir. En ese mismo deseo puede abrirse un espacio de agencia para dichas subjetividades generando, a través de dichas conexiones, núcleos de interpelación. De esta manera, nos alejamos de las retóricas que encorsetan la vejez en la idea de una vida ya culminada reconociendo su participación activa en los movimientos.

Para que estas coaliciones sean posibles, hemos de emprender un esfuerzo crítico en el seno del feminismo por no reproducir identitariamente en nuestras narrativas la experiencia solo de unos agentes (por ejemplo, de los cuerpos jóvenes, “sanos” y/o corporalmente capaces).

Haraway en Ciencia, cyborgs y mujeres (1995) nos advierte de cómo dentro de los discursos feministas se puede caer en dinámicas que obturan los ejes de resistencia y coalición, construyendo oposiciones en lugar de afinidades. En este sentido, tejer dichas conexiones de cuidados y coproducción intergeneracionales implica también acoger las preocupaciones y experiencias de las subjetividades envejecidas, que en muchas ocasiones pueden estar cruzadas por muchas y diversas diferencias con respecto a otras subjetividades. Con ello, la generación de dichos parentescos raros de afinidad se articula a través de un esfuerzo por “deshacer el rostro” (Deleuze y Guattari 2002), es decir, por construir redes no movilizadas por vivencias identitarias cerradas que colapsan las relaciones de afectación, sino por afinidad. Esta no tiene por qué exigir la similitud identitaria-del-yo y precisamente lo que puede proporcionar la “erótica” del parentesco no filial es una conexión que atraviesa las discordias de las diferencias. La pérdida del rostro, a su vez, no implica un abandono de nuestras posiciones, sino un esfuerzo, en este caso, por escuchar e integrar las experiencias de personas que habitan la vejez. Así, hemos de perseguir que los discursos feministas no acaben por reproducir narrativas totalizantes y cerradas acerca de la experiencia de los sujetos, sino que se construyan como espacios de pertenencias múltiples, en los que componerse y asociarse con subjetividades diversas, internamente diferenciadas, pero aún arraigadas y responsables.

En conclusión, nos interrogamos acerca de la posibilidad de generar redes de afecto y afinidad intergeneracionales que puedan desterritorializar los cuidados del modelo de familia (entendiendo esta no meramente en un sentido biológico sino también como un dispositivo que distribuye y organiza la vida). Ponemos el foco en la idea de parentescos raros porque puede responsabilizarnos del cuidado, concretamente de la vulnerabilidad de las subjetividades envejecidas, desde la afinidad como un eje político fundamental para una pragmática revolucionaria. A su vez, hace frente a una estructuración hegemónica y occidental de la vida en la que aún resulta complicado configurar una vejez alternativa en la ausencia de familia. De esta forma, nos aproximamos a unas formas de vida en las que desde la vejez se siga coproduciendo y configurando realidad en colaboraciones y combinaciones inesperadas, unas formas de vida vertebradas por el deseo de cuidar, acompañar, interpelar y ocuparnos del otro.

1. En la interpretación deleuziana de las figuras de Cronos y Aión, esta última representa una visión disidente respecto de la temporalidad organizativa y civilizatoria de Cronos. El tiempo de Aión se presenta como la posibilidad para que aflore lo no anunciado, es una temporalidad que abre un hiato en el tiempo cronológico ordinario ofreciendo espacio para la acción.

2. Texto propio escrito a raíz del tejido amical intergeneracional que surgió gracias a la experiencia de profesora de teatro con personas mayores.

 

Obras citadas:

Beauvoir. La vejez. Barcelona: Edhasa, 1983.

Deleuze y Guattari. Mil mesetas. Valencia: Pre-textos, 2002.

Haraway. Ciencia, cyborgs y mujeres. Madrid: Cátedra, 1995.

Haraway. Seguir con el problema. Bilbao: Consonni, 2019.

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Andrea Acosta Landín

Graduade en Filosofía por la Universidad de Sevilla, actual estudiante del Máster Universitario en Teoría y Crítica de la Cultura de la Universidad Carlos III de Madrid. Sus investigaciones son en el ámbito de la epistemología social desde un enfoque encarnado y una perspectiva feminista crítica. Asimismo, también investiga sobre los cruces entre la ciencia ficción y la teoría queer.

 

 

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